segunda-feira, 9 de março de 2009

As lições de John Wooden


O nome de Miguel Ángel Paniagua está para a minha geração ligado a um agente de jogadores e ao basquetebol espanhol.
No seu blogue que consulto com regularidade encontrei um brilhante artigo de que passo a incluir um resumo:

" Desde hace ya muchos años. Muchos. A pesar de que mucha de su mística, de su leyenda, se haya ido perdiendo con el paso del tiempo: principalmente por la necesidad de los entrenadores y de las instituciones de ganar partidos para generar más dinero. Pero la NCAA sigue siendo una competición fascinante. Emocionante como ninguna. Imprevisible muchas veces; brillante algunas otras. En todo caso, el mes de Marzo pertenece al baloncesto colegial. A eso que llaman la Locura de Marzo, la March Madness; el espectáculo más delirante del globo.
Mi jugador favorito este año es un freshman (jugador de primer año) de la legendaria UCLA, la mítica Universidad de California-Los Ángeles. Se llama Tyler Trapani y es un base de 1,83 metros. El chico es un walk-on, es decir un jugador que ni siquiera tiene una beca atlética. Una de esas becas que conceden las universidades a los (buenos) jugadores, a quienes reclutan ávidamente, durante varios años, para que luego presten sus servicios –gratis- en el equipo de la universidad. Hasta hoy, Trapani sólo ha jugado un partido de los 29 que llevan jugados los Bruins. Y el chaval tan sólo jugó un minuto en ese partido.
Así que, obviamente, Trapani no es mi jugador favorito por su calidad rutilante. La verdad es que este chaval es mi preferido porque conozco a su bisabuelo desde hace treinta y tantos años. Su bisabuelo es un buen, y viejo, amigo: nunca mejor dicho lo de viejo, por cierto. Sí, porque su bisabuelo cumplirá 99 años el próximo mes de octubre, si Dios quiere; que seguro que querrá. El bisabuelo de Tyler se llama John Wooden y ganó 10 títulos de la NCAA con UCLA, la misma universidad en la que ahora juega –es un decir- su bisnieto.
Cada mes de Marzo, cuando empieza el Gran Baile de la NCAA, me gusta escribir sobre el Coach Wooden: ahora que todavía vive. Porque preveo que cuando fallezca –esperemos que eso suceda dentro de otros 99 años por lo menos- ya habrá muchos que escribirán elegías: algunas desmesuradas; otras excesivas; la mayoría hiperbólicas. Siempre he pensado que -sobre todo en nuestra cultura mediterránea- todas esas elegías a los que ya se han ido no son sino todo aquello que nos gustaría que dijeran de nosotros mismos cuando estemos muertos. Pero reconozco que también invoco el nombre del Coach Wooden, cada mes de Marzo, a modo de conjuro a favor del baloncesto. Para que nadie olvide a este hombre que representa, a mi modesto juicio, los valores eternos que sustentan este deporte.
El Coach Wooden nunca olvida a sus amigos. Yo no soy, ni mucho menos, uno de sus íntimos. Pero da igual; él nunca olvida. Cuando nacieron mis hijos gemelos me mandó una –mejor dicho, dos- de sus famosas pirámides de éxito firmadas, y dedicadas, para cada uno de ellos. Los dos las tienen en sitios preferentes en sus dormitorios. También me envió una bellísima poesía sobre la difícil tarea de ser padre. Un poema que habla, esencialmente, de un valor que siempre ha caracterizado a John Wooden: la honestidad. Cada Navidad recibo un Yearbook (un Libro del Año) de UCLA con su firma y con una dedicatoria siempre muy cariñosa. Estas pasadas fiestas, recibí el vigésimo noveno libro; eso es: el 29º Yearbook de UCLA desde que conozco al Coach Wooden.
Su filosofía parece hoy más obsoleta que los teléfonos candelabro, pero sigue siendo tan válida como el primer día. Durante muchos años, los freshmen de UCLA, como ahora es su bisnieto, abrían los ojos como platos cuando el Entrenador Wooden empezaba su ya legendario discurso sobre cómo ponerse los calcetines y sobre cómo calzarse las botas. Lentamente y con mucho cuidado, les decía. Los calcetines lisos, para que no produzcan ampollas. Atar bien los cordones; con dos nudos. Esa era la primera lección.
Luego venían las otras reglas. Que, a lo largo de los años, fueron siempre las mismas: respetar al rival, no hacer mates, jugar juntos, ser como una familia. Una familia dentro y fuera del campo. Su estilo personal permaneció siempre inalterable también: sentado en el banquillo, con un programa del partido en su mano derecha; vistiendo siempre trajes muy sobrios, irremediablemente austeros. En sus 27 años en el banco de UCLA, Wooden tan sólo recibió una falta técnica. Y siempre ha sostenido que el que realmente soltó el improperio al árbitro fue otro, no él. Aquello ocurrió en 1969. 40 años después, aquella técnica todavía le duele al Coach.
John Wooden nunca ha cambiado sus principios. Para él siempre han sido innegociables. Muchos de sus colegas, demasiados, utilizan sin pudor aquella famosa línea de Groucho Marx como su lema vital: “estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. Los principios del Coach Wooden, sin embargo, siempre fueron inamovibles. Principios que hablan de lealtad, de honestidad y de rectitud. El Coach siempre ha sido muy fiel a su pequeño mundo: a su cafetería favorita en Westwood, a su panadero, a su peluquero, a su sastre, a su universidad y, por supuesto, a su mujer. John Wooden estuvo casado con Nell, la bisabuela de Tyler, durante 53 años; hasta que la mujer falleció en 1985. La recuerdo en uno de esos taca-tacas para ancianos, ya muy tocada por la enfermedad, pero con un optimismo que nos inspiraba a todos los que visitábamos la casa del Coach.
Wooden sigue afirmando que el juego en equipo siempre ha de estar por encima de las estrellas. No hace mucho decía que le encanta Chris Paul (el base de los Hornets de Nueva Orleans) y que no le gusta Allen Iverson (el base de los Pistons de Detroit). Sigue odiando los mates y también esa controvertida regla del “one and done” (“un año y se acabó”), impuesta indirectamente por la NBA, que obliga a los jugadores a estar un año en la universidad antes de dar el salto a la Gran Liga.
No mucha gente lo sabe, pero John Wooden sobrevivió en la Segunda Guerra Mundial a un ataque mortífero contra el portaviones en el que servía, el USS Franklin. Resulta que, dos días antes de zarpar, el hombre sufrió una apendicitis aguda y hubo de quedarse en tierra para que los médicos le operaran. En otra ocasión, tenía reserva -y creo recordar que el billete ya sacado- para un vuelo entre Atlanta y Raleigh-Durham (Carolina del Norte) en el que nunca se embarcó. Aquel avión se estrelló y no hubo supervivientes. El Coach siempre ha adjudicado su enorme fortuna a la casualidad. Y a Dios.
Y puede que todo sea “baraka”, ese término que usan los árabes para definir a los hombres con suerte y bendecidos por los dioses. Seguramente será baraka, sí. Pero yo siempre he creído que el Entrenador Wooden se salvó de aquellas fatalidades para poder seguir vivo y ser un ejemplo para todos nosotros. Para enseñarnos a vivir como él: honestamente; limpiamente; con una elegante austeridad.
El Coach podría haberse hecho multimillonario, pero jamás ganó más de 35.000 dólares al año: y ese fue su último sueldo, en 1975, la temporada del décimo título. Siempre he pensado que si hubiera podido patentar su mítico “Corte UCLA”, hoy en día él -y generaciones enteras de Woodens- serían archimillonarios. No creo equivocarme si digo que esa jugada, el celebérrimo Corte de UCLA, es la estrategia más copiada de todos los tiempos.
Tyler Trapani está obteniendo unas notas magníficas en UCLA. Casi siempre saca sobresaliente en las asignaturas en las que está apuntado en Primero de Ciencias Exactas. Y su bisabuelo está muy contento por ello. Pero lo que más le gustó al Viejo Maestro es que el chico nunca mencionó, durante su proceso de admisión en UCLA, que era el bisnieto del hombre que es pura leyenda viva en esa universidad. De haberlo dicho, sobra comentarlo, el chico habría obtenido la admisión en Westwood de manera instantánea. Y seguramente habría sido recibido, además, con una alfombra roja y con música de la banda de honor en su camino hacia el Rectorado de Nuevos Alumnos. Pero
Su filosofía, plasmada en algunos libros que escribió a lo largo de todos estos años, siempre fue, aparentemente, muy elemental. Trufada de frases que al principio pueden parecer muy simples, pero que al poco tiempo te golpean en la frente como si fueran tiros de diamante. A John Wooden le suelen adjudicar frases que no son suyas: “vive como si fueras a morir mañana, aprende como si fueras a vivir eternamente”, es un ejemplo de las que merecerían ser suyas, pero que no lo son. (En realidad, esa frase es de Mahatma Gandhi). Pero de todas las que sí son suyas, me quedo hoy con esta que le regalo al lector: “no es importante quien empieza el partido, lo importante es quien lo acaba”. Como siempre, no es sólo de baloncesto de lo que habla John Wooden, sino de la vida misma.
Esa vida que a veces nos regala a seres tan especiales como él. Un hombre seguramente irrepetible al que admiro profundamente. Sólo espero que el Coach Wooden me siga mandando el Libro del Año de UCLA durante muchos años más.

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